Era rica, extraordinariamente rica, millonaria,
nadando entre los restos de todas las migajas que me dejaban
de regalo cada día.
Calculaba mis rentas, ahorraba y gastaba dependiendo
del saldo, del color de la mierda del dinero,
de la inflación, del gasto, de la extracción de la mina más profunda y lejana.
Compraba latifundios, difundía. Inundaba pantanos.
Con mi inmenso poder adquiría una ciudad y hacía un milagro,
es decir, la convertía en pozos de petróleo y devaneo.
La ciudad es un vulgo, divulgaba a los vientos.
Mi poder conquistaba lunas y sonetos y mi mierda crecía,
cambiaba de color, no olía a mierda.
Yo no hacía feliz a nadie. No tenía obligación. Ni yo misma lo era,
pero nadie sabía en qué consistía eso y nadie lo añoraba.
Y pasaban los días y los años, y la costumbre de ser rica empobrecía
y me quitaba la ilusión de serlo.
Masticaba chicle, me miraba al espejo, recordaba un pasado, me aburría.
Ya no sabía en qué gastar dinero. Todo el mundo era mío
y me sobraba todo. Más sola que la una, podrida de dinero,
todo el tiempo del mundo y sin nada que hacer para perder el tiempo.
Simplemente y como era mío, lo mataba…
El tiempo renacía todo el tiempo. Me ahogaba. Me aburría.
El tiempo se vengaba de mí
y tal como yo lo había matado me mataba.
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