jueves, 15 de septiembre de 2011

EL DÍA Y LA NOCHE


Cada mañana cuando me levanto
Hago las mismas cosas repetidas.
Bebo agua en cantidad,
preparo el café con dosis de ansiedad
repartidas en cucharadas de un polvo sucio
al que le han eliminado toda la cafeína
y me hago la ilusión que es colombiano.

Camino entre jazmines y naranjos
hasta donde le alcance a mi fatiga
y vuelvo resoplando ya sin aire, hasta la vida
en sombra de un séptimo acoplado
al laberinto vertical del barrio obrero
a donde vine a vivir hace cuarenta años.

Faeno las rutinas abandonando el ritmo a cada rato,
para escribir sobre la marcha la última pamplina,
o hacer sobre el teclado la ocurrencia final,
algún intento más para escribir el verso
que ando buscando como si fuese el aire
que le falta a mi pecho embosquejado.

La mañana se me va, ya es mediodía,
Crece la sed y la rutina agobia y el pescado está caro,
y llama una vecina que si tienes un poco de azafrán
para darle color al estofado. Y plancho unas camisas
y le limpio el meadero al gato
y le leo el final a la novela.
Sacudo el trapo con el polvo o al revés,
no sé qué hago,
y le digo al reloj que se detenga.

Vienen los que llegan de la calle y se lo comen todo
sin importarles que esté caro el pescado
ni que lo haya cocinado durante cuatro horas.
Creo que el gato dijo que el guiso estaba bueno
mientras se relamía los bigotes descarado.
Los demás se limpiaron bien la boca
y se marcharon después a seguir siendo libres.

Le quito las pilas al reloj de la pared
pero las horas marchan con igual parsimonia y apatía,
con pernicioso afán de andar despacio,
mientras el sol se adentra por unos arenales sin retorno.

Después llega la noche y la bendigo entera.
Hace tiempo que hice que la noche fuese aquél milagro,
el refugio donde la luz absorbe el llanto y la materia,
aunque solo parezca el escalón de un nuevo día.


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