Sueño que olvido, que todo lo que sé se me ha olvidado. Y
entonces ya no sé de qué debo preocuparme porque ignoro lo que es haber tenido
una vida y una mente que almacena los días sobre estantes de niebla
desordenados y caóticos.
Seguía adelante sin saber a dónde iba. No tenía razón el
preguntarme, porque realmente no pretendía saber nada.
Después tuve la certeza de que solo había que atravesar dos
veces más el horizonte para llegar al final del camino.
Supe eso pero seguí
ignorando hacia donde me llevaba. Ni el comienzo ni el fin ni los
posibles peregrinos tenían importancia. Los números no importaban, los seres pequeños
no tenían trascendencia y tampoco importaban mucho.
Para quien sueña no es necesario saber nada más que lo que
le dice el sueño. Nada es extraño y no hay alternativas. Los soñantes estamos
obligados a vivir lo que el sueño nos induce.
No hay alternativas. Solo se trata de seguir soñando. Solo soñando vemos
la verdad que nos ocultamos a veces conscientemente.
Lo peor sucede al despertar cuando te preguntas qué era todo
aquello que se revolcaba contigo en el sucio subconsciente. Cómo habías llegado
hasta allí. Quién te llevó. Cómo fue posible que la verdad solo hubiese
existido en tu sueño y que tu sueño fuese algo indemostrable.
Los sueños son así. Se alojan en lo más profundo y le sacan
los colores a la nieve.
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